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Café 23

  • Foto del escritor: Mauricio Blanco Cordido
    Mauricio Blanco Cordido
  • 20 abr 2024
  • 3 Min. de lectura

Ezio limpió el colador de la máquina para preparar una nueva orden de capuchinos. El sahumerio de los primeros cafés de la mañana comenzaba a colarse hacia la calle pintada de blanco por una nieve incesante. La joven empleada, Ariadna, iba y venía de la trastienda con bandejas repletas de delicias con crema pastelera, dulces de hojaldre y galletas. Ezio la llamaba la Hormiga, no por su pasión al trabajo, sino por la capacidad de levantar objetos de un peso superior al suyo.

El Café 23 se mantenía ocupado durante las mañanas, recibiendo estudiantes estresados, empresarios camino a sus oficinas y uno que otro turista atraído por lo rústico de su personalidad. Tenían, de igual manera, su grupo de recurrentes, caras que con los años se habían transformado en parte de la decoración. Uno de aquellos rostros de adorno pertenecía a Mariano, un buen mozo joven estudiante que se sentaba en la misma mesita junto a la barra cada sábado. Desayunaba, almorzaba y cenaba en el café, con las manos sucias de carboncillo y su cuaderno de dibujo. Su musa, la razón de todos sus retratos, era la Hormiga. Conocía cada uno de sus ángulos, cada lunar, la sombra de su nariz respingada bajo las luces cálidas del café, sus rulos desordenados e incontrolables en tiempos de humedad, la línea de su cuello, la harina blanca atrapada entre sus dedos pasteleros, su sonrisa ladeada y aquel andar infantil. Ezio, desde la barra, lo observaba con desagrado, consternado por la naturaleza obsesiva de los artistas para con sus musas. Percibía a los virtuosos como seres inestables, sumisos por con el egoísmo de sus trabajos y dominados por la frustración del reconocimiento escabulléndose entre sus dedos. Ariadna, por el contrario, disfrutaba de aquella presencia de ojos claros, delatores de una pasión inagotable que le alborotaba la sangre y la posaban en un pedestal que jamás imaginó estuviese destinado para ella. Se retocaba el colorete los sábados por la mañana y procuraba vestir una prenda distinta cada vez, no fuesen a pensar que carecía de suficientes mudas por pobretona. Imaginó su rostro en las galerías, siguiendo a los curiosos con su mirada de Mona Lisa, siendo estudiada por los maestros y críticos de arte europeos.

Al finalizar el día, sobre la mesa que había ocupado Mariano, aparecía sin falta una cajita de regalo coronada con un lazo rosa.

–Otra más –refunfuñaba Ezio. La Hormiga contenía su euforia. Dentro de la cajita la sorprendían collares de perlas, anillos incrustados con brillantes o coloridos prendedores para su cabello. Ella se aseguraba de lucir su nuevo regalo cada sábado, lista para ser retratada por aquel enamorado que no se atrevía a hablarle– ¿De cuándo acá se ha visto un estudiante capaz de pagar por cosas semejantes? –gruñó Ezio, queriendo descifrar las intenciones que pudiese tener aquel muchacho extraño.

–Por ganarse un corazón la gente hace cualquier cosa –dijo Ariadna, risueña e ilusionada.

Uno de aquellos sábados de nieve tormentosa, solo algunos de los recurrentes habían sido lo suficientemente valientes para enfrentar la ventisca helada. Uno de ellos, por supuesto, fue Mariano, quien ya había iniciado con sus ilustraciones. Al verse libre de trabajo, y carcomida por la ansiedad del amor contenido, Ariadna se acercó hasta su mesa, luciendo la última de sus ofrendas semanales: un colorido prendedor de pavo real. Ezio observaba atento.

–¿Por qué me pintas tanto? –preguntó Ariadna, finalmente, temblando de emoción. 

–La necesidad del artista –dijo Mariano, sin apartar los ojos de su cuaderno, ruborizado por la sorpresa. Ariadna sonrió.

–Me han gustado mucho los regalos. Me he asegurado de siempre lucirlos los sábados.

–Esa era la idea –confesó Mariano, aún temeroso.

–Este prendedor de pavo real ha sido mi favorito –agregó ella, tocando su adorno con la yema de los dedos.

En ese instante, una voz trémula y profunda que delataba años de vicios y la debilidad de una garganta vieja, se deslizó en la conversación.

–Cuanto me alegra que te gustara –dijo la voz.

Ariadna sintió un escalofrío en el cuello. Al darse vuelta, se consiguió de frente con Virgilio, otro de aquellos rostros recurrentes. Era un anciano doblado que vestía un traje negro roído, de dientes escasos y amarillentos, cuya mirada penetrante y sedienta se paseaba de los pechos de la muchacha al prendedor. Ella, desorientada, dio un paso atrás. Mariano se puso de pie, cabizbajo, empacando sus instrumentos. Antes de partir, arrancó de su cuaderno la hoja con el dibujo de Ariadna de ese día, para luego entregárselo a Virgilio, quien enseguida le presentó un sobre arrugado. Mariano lo abrió, contó el contenido en silencio, agradeció el café y desapareció bajo la gris y densa tormenta de nieve.

 
 
 

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