La Ópera del Silencio
- Mauricio Blanco Cordido
- 20 abr 2024
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 30 abr 2024
Desde su primer brote de conciencia, Marco Carmín Posantos soñó con ser cantante. Pasaba horas frente a la colección de discos de pasta de su padre viéndolos girar en el fonógrafo del abuelo, extasiado con las voces prodigiosas de Carlos Gardel, Lucho Gatica y Enrico Caruso. Conocía cada tango, cada bolero y cada ópera de principio a fin y los reconocía tan pronto la aguja caía sobre el surco de la primera nota.
Su padre lo inscribió en prestigiosos conservatorios; contrató a los mejores profesores privados de Italia, Reino Unido y Argentina; contactó a los productores y estaciones de radio más reconocidas, y lo presentó ante la crema y nata de la sociedad, pero siempre recibía la misma respuesta terca:
–Caballero, su hijo es mudo.
Marco Carmín Posantos consideraba aquello una excusa burda, pues no dudaba de su talento. Tan magnífico era, que en su andar por los terrenos boscosos de su familia, las aves se acercaban hasta él tan pronto abría la boca, atrayendo a la fauna y vigorizando a la flora como si se tratase de una princesa de cuentos de hadas.
Un hermoso día de junio, cargando un cajón vacío, Marco Carmín Posantos llegó a la plazoleta abarrotada con tarantines del mercado popular. Frente a la fuente, dejó caer el cajón, se engalanó con una fedora al estilo Gardel y subió a su escenario portátil. Al instante en que abrió la boca, el tiempo pareció detenerse: los comerciantes soltaron las monedas y sus clientes dejaron rodar las mandarinas y melones sobre el empedrado. Las fieles aves atravesaron los bosques para unirse a las atónitas palomas, quienes, por primera vez, ignoraron las migajas de pan que las ancianas les ofrecían.
Marco Carmín Posantos no emitía sonido alguno, pero sus labios y extremidades se movían con la pasión de los coros Alejandrinos de la Grecia antigua. Tal era su desgarre artístico, que la multitud, inexplicablemente, logró escuchar una voz tan clara y diáfana como el agua que corría por la fuente tras de él. Incluido un mendigo sordomudo que saltó eufórico cuando la voz milagrosa del joven ignoró sus discapacidades de nacimiento y resonó como un canto celestial en su silenciosa existencia. Reconocieron cada melodía, incluso las que no conocían, se organizaron círculos de bailarines imitando los pasos de tango, las mujeres giraron sus faldas con elegancia flamenca y los hombres desgarraron sus corazones al ritmo de penosos boleros del desamor. La fiesta se extendió por varios días, bajo soles ardientes y lluvias tormentosas. Marco Carmín Posantos no dio descanso y solo detuvo su concierto para brevemente ir al baño de la taberna de vez en cuando.
Su padre se encargó de leer en detalle los miles de contratos que llegaron a las puertas de la casa Posantos, uno por uno, comparando cifras y misceláneos. Mientras, Marco Carmín Posantos disfrutaba de las bondades de la fama: rodeado de mujeres, ahogado en licores, vestido por sastres de todos los rincones del país y siendo fotografiado junto a personalidades políticas y artísticas.
Finalmente, fue recibido en uno de los escenarios más grandes del mundo: el Festival de las Artes en Roma. El Papa, uno de sus tantos admiradores, le había ofrecido su balcón en la Plaza de San Pedro, pero su padre, siendo un agnóstico testarudo, consideró aquello demasiado pomposo, así que el Santo Padre debió abandonar sus aposentos y conformarse con tomar asiento junto a los comunes en las gradas frente al Coliseo.
Marco Carmín Posantos fue recibido entre aplausos, gritos y lágrimas. Se paseó por las tablas hasta alcanzar el centro, donde le esperaba un foco de luz. Roma entera quedó pasmada, lista para presenciar la consagrada ópera del silencio. Marco Carmín Posantos decidió abrir con una interpretación desgarradora de Nessun Dorma. Se avecinaba el clímax del aria, las lágrimas corrieron y los cabellos se erizaron: All'alba vincerò, vincerò...
Próximo a las últimas notas, Marco Carmín Posantos sintió un estrangulamiento en la garganta, sus ojos se desorbitaron y una rana hecha pelota salió proyectada desde su tráquea hasta el regazo de Su Santidad, quien murmuró desanimado: «Merda, le piaghe d'Egitto»: «Mierda, las plagas de Egipto». Tan pronto el anfibio logró la ansiada libertad, un perfecto y entonado Vincerò, quizás el más hermoso jamás ejecutado, vibró en las vírgenes cuerdas vocales de Marco Carmín Posantos. Su voz recorrió cada esquina de Roma, y, según cuentan algunos, también alcanzó a las fieles aves de su bosque lejano, quienes revolotearon despavoridas de aquel escándalo para nunca más volver.
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