La Milonga
- Mauricio Blanco Cordido
- 20 abr 2024
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 30 abr 2024
La densa atmósfera atestada de tabaco y humedad comprimía a la agitada respiración de los bailarines. El centro de la diminuta taberna de aquel poblado rioplatense era punto de encuentro para las clases campesinas al final de sus tortuosas jornadas. En ella se entregaban al juego de cartas, la cerveza tibia, la política y el constante disfrute de un tango melancólico interpretado por un bandoneonista y su guitarrista decrépito con voz de león.
Los hombres, impulsados por el embrujo inevitable de Tomo y obligo, abarrotaron la pista de baile. Todos agotados, de mirada triste; desprendiendo un aura heredada de polvo, aceite y lodo. Tiago y Agustín, dos veinteañeros amigos de la infancia y ahora colegas de laburo, se abrieron paso hasta el centro del recinto, esquivando a las demás parejas de hombres y sus pasos agobiados. Asumieron la postura tanguera, esperaron por el golpe adecuado y se unieron al ritmo en sincronía con los demás. Agustín, como de costumbre, aprovechó el momento para desahogar sus frustraciones laborales, maldiciendo al pelotudo de su jefe, protestando por el sueldo mísero de toda la vida y la indiferencia de las clases pomposas de Buenos Aires para con ellos y sus dificultades diarias. Tiago lo calmaba con los mismos comentarios de siempre, sobre como se vivía mejor en el campo, que la ciudad no era más que una quimera y que, por sobre todo, se tenían el uno al otro. Agustín le apretujó la mano en forma de regaño. El otro dibujó una sonrisa pícara y le explicó que era imposible que les escucharan en aquel alboroto de música quejumbrosa y zapatazos sobre tablas. Pero a Agustín no le hizo gracia, pues aquellos comentarios, de ser escuchados por la persona equivocada, podían costarles el trabajo, la familia, sus amistades e incluso sus vidas.
Los dos cruzaron miradas y recordaron sus días de inocencia: corriendo por el pasto seco, sorbiendo el mate dejado por sus padres en la cocina y nadando desnudos por las noches en los lagos fríos. A sus dieciséis años, Tiago le confesó su amor, susurrándole el secreto de toda su vida mientras cabalgaban por la planicie. Agustín, sin embargo, se negó rotundamente a todo aquello. Primero por temor al mundo y las consecuencias, y luego por su terquedad inquebrantable. Y es que, ¿cómo se le había ocurrido al pibe confesársele así nomás, de primero, cuando el valiente siempre ha sido él? Finalmente, dos años después de culpar al alcohol por cada traspié romántico entre ellos, se sinceró con sus sentimientos y abrazó la verdad de una buena vez.
Tiago se acercó al oído de Agustín y, para calmarlo, le enumeró todas las pequeñas cosas que amaba de él, como su protección disfrazada de testarudez, la sencillez de sus detalles en los días especiales, o sus atenciones nerviosas al ser víctima de los resfríos de invierno. Agustín sonrió con dulzura, incluso dejando escapar una risita aguda de quinceañero, como si el amor intentara escapársele de entre los labios. Le pidió entonces que se guardara sus adulaciones para después, cuando no les rodearan parejas de mineros, ganaderos, gauchos nómadas y uno que otro navegante uruguayo.
La mano escurridiza de Tiago consiguió entonces una apertura bajo la camisa manchada de trabajo de Agustín, permitiéndole recorrer su espalda con curiosidad de serpiente. El frío de aquellos dedos callosos le erizaron la espina y debilitaron sus piernas. Ambos emitieron un gemido fugitivo, inaudible. Cerraron sus ojos y aceleraron el ritmo de sus pasos, desconectándose del mundo, flotando en un éxtasis extracorpóreo. Tiago le preguntó entonces, temblando incontrolablemente: ¿por qué no podía el mundo dejarles ser feliz? Agustín lo sostuvo con fuerza al percibir el quebranto triste de su voz. Recostó su frente sobre la de Tiago y le recordó que, como dice el tango, un hombre macho no debe llorar.
Abrieron sus ojos, regresando así del bendecido reino de los enamorados. Nerviosos, vieron a su alrededor, encontrándose solos en el centro de la pista, ignorados por todos, como dos fantasmas. Y es que no se habían percatado de que la música tenía varios minutos de haberse detenido. Pero no importaba si los descubrían aún abrazados en el silencio triste de la taberna, pues, en aquellos tiempos, el tango era solo cosa de hombres.
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