El Garabateador
- Mauricio Blanco Cordido
- 30 abr 2024
- 3 Min. de lectura
Carmelito, a sus trece años, manejaba con pulso de cirujano el don de la caligrafía. «Está bendecido», afirmaba Carmela, su madre. Un golpeado escritorio de pino decoraba la pequeña sala de su rancho de barro y caña brava. Sobre este, reposaban torres de hojas y sobres blancos. En el centro, ensimismado, escribía Carmelito. La tinta danzaba con la fluidez de las mareas, creando valles y montañas, curvas voluptuosas y esquinas punzantes.
–Son invitaciones para la boda del gobernador –explicó Carmela a los curiosos recostados de la ventana que daba a la sala.
Durante una tarde sofocante, una niña curiosa y contemporánea a Carmelito se asomó a su ventana. Lo observó como si fuese una criatura extraña dibujando garabatos interminables.
–¿Qué haces? –preguntó la visitante.
Carmelito dio un salto y la detalló. Quedó absorto en su simpleza. Parecía una aparición celestial, bañada con luz de sol de las dos de la tarde, de cabello negro y ojos de galaxias. Entonces alzó una de las cartas para mostrarle las líneas.
–Invitaciones para una boda –explicó Carmelito, finalmente.
–¡Ah! –exclamó, emocionada–. Lo que hace la gente cuando se enamora.
Carmelito asintió. La visitante sonrió y se despidió del garabateador, quien la detuvo con una pregunta: «¿Cómo te llamas?». A lo que respondió: «Antonia», para luego perderse entre los almendros.
Carmelito vivía ahora flotando al ritmo de su corazón flechado por primera vez. Antonia, Antonia, se repetía desde la mañana hasta la noche; convocándola en sueños enternecedores, visitando un mundo verde y vivo, muy distinto a la aridez de su realidad pueblerina. Entonces las manos autómatas de Carmelito dejaron de responder al boceto de las invitaciones. Solo el nombre de Antonia se repetía una y otra vez en mil caligrafías.
Carmela descubrió horrorizada que su hijo no había terminado las invitaciones para el gobernador. Rompió las dedicatorias a la enamorada y reprendió a Carmelito hasta obligarlo a escribir de pie, a causa de las nalgadas. Encargó que le bloquearan la ventana con tablones y clavos, dando fin a las distracciones del exterior. Únicamente la luz de un velón para santos y un boquete en el techo de palma le permitían trabajar. Entonces, en palabras de la mismísima Antonia, recordó la importancia de aquellos papeles interminables: «Lo que hace la gente cuando se enamora». ¡Esas invitaciones, más que líneas pomposas, significaban una confesión de amor oficializada ante el mundo!
A dos días del envío, Carmelito despertó antes que el gallo cantara. Se sentó al borde del escritorio, encendió el velón de santos y llevado por un impulso nuevo y superior, retomó la caligrafía. Deslizaba cada misiva en su sobre respectivo y las sellaba con lacrado rojo según las iba terminando. Finalmente, en cuestión de unas pocas horas y antes de que Carmela despertase, la última invitación coronó la torre de sobres blancos. Aquella misma tarde fueron entregadas por su madre a la oficina de correos.
Una semana después, el pueblo amaneció tranquilo, como siempre. Pero, al mediodía, una polvareda se alzó sobre el camino principal. La nube marrón avanzó a toda velocidad, acompañada por un rugir mecánico. Decenas de automóviles lujosos se desbordaron a lo largo de las calles estrechas hasta alcanzar la plaza y su humilde iglesia colonial. Hombres en palto levita y mujeres de vestidos largos y joyas resplandecientes se bajaron desconcertados. Uno a uno colmaron la estrecha y sofocante nave de la iglesia, la mayoría quedando de pie, mareados en la pesadez de sus propias respiraciones. El cura, abrumado y víctima de la sorpresa, se asomaba boquiabierto desde la sacristía, restregándose los ojos con la esperanza de que la masa pomposa desapareciese. Junto al altar, en su traje de primera comunión, estaba Carmelito, complacido, repasando orgulloso el momento cuando decidió cambiar la dirección en las invitaciones para oficializar su amor por Antonia.
En ese instante de desconcierto, al borde del pueblo, frente a una casa agrietada, se detuvo uno de los coches lujosos. El chofer, perdido en aquella polvareda infinita, asomó el rostro por la ventana y alzando un papel gritó a una jovencita sentada en el umbral de su rancho: «¡Niña! ¿Conoces esta dirección?». Antonia se acercó risueña, sostuvo el papel y respondió apenada: «Disculpe, pero no sé leer». El chofer murmuró alguna blasfemia de frustración y se alejó, llevando consigo a otra pareja de invitados en busca de aquella capilla fantasma. Antonia regresó a su casa, donde, clavada en la pared, adornando la humildad de su hogar como un cuadro abstracto, colgaba una hoja con bonitos garabatos indescifrables recibida hacía unos días en el correo, curiosamente idéntica a la que le había mostrado el chofer.
コメント