Los Huérfanos del General
- Mauricio Blanco Cordido
- 21 abr 2024
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 24 abr 2024
El avión privado que llevaba al dictador sobrevoló la capital por última vez en su huida hasta República Dominicana, único país que le ofreció refugio. Desde su caserón, el capitán retirado Bartolomeo Amuay, un derechista decepcionado del líder caído por su debilidad y cobardía, disparó con su pequeño revolver de nácar en dirección a la aeronave, la única sobrevolando el espacio aéreo del país en aquel momento.
–¡Traidor, hijo de puta! –gritó, sin dar descanso al gatillo.
Su mujer, Malena Echeverría, una septuagenaria coqueta y severa, fumaba inexpresiva desde el balcón. Seguía las luces intermitentes del avión, absorta, imaginando al general: observando por la ventanilla, con el uniforme desarreglado, maldiciendo a los socialistas; mientras su esposa, con quien compartió café y chismes innumerables veces en el palacio de gobierno, contemplaba las luces de la ciudad en silencio, arrepentida de nada.
–Métete a la casa –sugirió Malena a su esposo–. A partir de hoy somos traidores a la patria.
–¡Que me vengan a buscar los comunistas de mierda! –gritó el capitán, alzando el revolver vacío.
Malena pidió entonces a las empleadas que cerraran las puertas con candado y soltaran a los perros en el jardín de la entrada. Poco a poco, la noche abandonó el temor al alzamiento, dando paso al júbilo escandaloso que trae la libertad retomada. Los vecinos abrieron los balcones y ondearon banderas que llevaban años ocultas en las esquinas oscuras de sus armarios. Los primeros automóviles haciendo sonar sus cornetas pasaron frente a la casa a toda velocidad. Hubo gritos y risas con llanto: «¡Cayó el cochino!». Quienes aún tenían pirotecnia luego de las navidades y año nuevo, colorearon el cielo con auroras boreales de pólvora.
El teléfono en la casa del capitán Amuay, luego de haber repicado incansablemente durante las primeras horas de la noche, ahora permanecía en absoluto silencio, como si su mundo se hubiese ido a dormir. Malena arrancó entonces el cable del teléfono de la pared y ordenó apagar todas las luces. Ella y el capitán se atrincheraron en su habitación del segundo piso con vista al portón de la entrada. Los perros se escondieron bajo el automóvil en el estacionamiento, aterrados por los fuegos artificiales. Protegidas por las sombras de la cocina a oscuras, las empleadas abrieron una botella del bar del capitán y brindaron por el fin de la dictadura, conmovidas, abrazándose sin miedos.
Las celebraciones continuaron hasta el alba. El ejército y los partidos políticos se unieron a los ciudadanos en las calles y las emisoras radiales repetían una y otra vez el himno nacional, intercalado por el mensaje de los alzados para con el país. Malena pasó la noche en vela. Eligió su vestido de cocktail favorito, retocó su maquillaje, se calzó los tacones y se ajustó el cabello con un moño alto y litros de laca. Le preparó el uniforme al capitán, con las más de veinte medallas ganadas a punta de adulaciones y compincherías de cuartel. Bajaron al primer piso, donde consiguieron a las empleadas desplomadas en el recibo, apestando a whiskey y sin poder ocultar sus sonrisas de sueños libertarios. Continuaron hasta la cocina, donde, luego de más de cuarenta años siendo servidos, Malena preparó el café para su esposo. Se sentaron en la mesita bañada por la luz del amanecer, como una pareja recién casada en su primer hogar: solos, callados, leyendo la mente del otro, sujetando sus manos delicadamente. Ella percibió entonces la película de atrocidades cometidas pasando por los ojos inquietos del capitán.
–Tranquilo, Barto –dijo Malena, con absoluta calma, dueña de sí misma–. Si algo tiene este país es una memoria corta.
El chillido de neumáticos y botas de soldados antecedieron al crujir del portón, luego de que una tanqueta lo derribara tras un solo impacto. Los estallidos del ariete contra la puerta doble de madera despertó a las empleadas, presas del sobresalto. Mientras tanto, en la cocina, el capitán Amuay se ajustó el sombrero de plato y dejó reposar el pequeño revolver de nácar sobre la mesa, a la vez que su esposa daba los últimos sorbos al café.
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