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La Caravana del Sueño

  • Foto del escritor: Mauricio Blanco Cordido
    Mauricio Blanco Cordido
  • 15 may 2024
  • 3 Min. de lectura

Los pueblos de la sierra se referían a ella como la Caravana del Sueño. Hizo su entrada triunfal y pomposa por el Camino Real, quebrando el sopor frío de la montaña, bañando de colores y pregoneros al mundo gris de aquel invierno eterno. Una carroza empujada por dos caballos musculosos encabezaba la fila de ruidosas carretas de madera y camas sobre ruedas, ocupadas por personas tomando la siesta. Un cartel deslucido, escrito en pintura roja, se alzaba al frente de la caravana: “El fin de los males”.

Largas filas se formaron desde temprano frente a los nómadas. Un hombre delgado y barbudo, vistiendo un levita de terciopelo negro, se encaramó hasta el techo de la carroza principal, se llevó un megáfono de latón a la boca y anunció la nueva maravilla que cambiaría el curso de la humanidad. Le llamó: Anestesia.

–¡He aquí, mis dolientes, lo que dará fin a sus miserias! –vociferó el hombre a todo pulmón–. ¡No teman más al insomnio, a los huesos rotos o a la filosa hoja de la espada! –alzó un frasquito sellado con corcho y, dentro de este, se meneaba un líquido transparente como el agua.

Se corrió el rumor de que les estaban vendiendo un placebo de vinagre, pero a pesar de la incredulidad de muchos, los pobladores se abalanzaron con sus billeteras al aire, dispuestos a correr el riesgo de ser estafados, pues, como dijo la esposa del alcalde entre risitas para evitar el bochorno de ser la única engañada: «Uno nunca sabe, capaz y funciona».

La efectividad de la nueva invención era innegable: el insomnio pasó a ser un problema del pasado, de hecho, se llegó a decir que ahora se dormía de más. Poco a poco le fueron consiguiendo nuevas utilidades al líquido milagroso. Las mujeres aplicaron el producto en sus pies para hacer de los tacones una experiencia menos tortuosa. A todo niño que formara berrinches lo sumían en una siesta profunda, dando a los padres la oportunidad de asistir al cine y los teatros sin la vergüenza de su llanto desgarrador e inconsolable. Se descubrió incluso que los amantes con corazones rotos la utilizaban para apaciguar los dolores del alma. Los jardineros regaban dosis pequeñas en las plantas para que estas no sufrieran al momento de podarlas, e incluso, se propuso aplicar anestesia a la tierra para evitar los terremotos. 

En las casas ahora se consideraba de mala educación ofrecer té o café sin un gotero de anestesia junto al azúcar. La alta demanda convirtió al líquido milagroso en un producto de primera necesidad, hasta que poco a poco la administradora de la caravana no se dio abasto para cubrir los pedidos de toda la población. El precio por los frasquitos aumentó y en pocos días la fulana anestesia pasó a ser un lujo destinado para unos pocos acaudalados.

Se llegaron a mezclar fortísimas infusiones de manzanilla y aguardiente en el mercado negro, asegurando poseer la misma eficacia que la original. Como resultado, el insomnio llegó con mayor fuerza, y hasta los niños asistían a clases con resaca por las dosis de licor en la anestesia falsa. El pueblo era ahora un cementerio de gente viva, absorta, compulsiva y agotada.

La Caravana del Sueño presintió que era momento de continuar su camino para reabastecerse de materia prima y otros ingredientes, todos escasos en la aridez fría de la sierra, y conseguir un pueblo nuevo donde montar sus tarantines. Se ataron las carretas y camillas a la carroza, se alimentó a los caballos y guardaron el cartel. A su paso por las calles, fueron recibidos por pequeños grupos de adictos desesperados, quienes habían soldado ruedas a las patas de sus camas destartaladas. Las encadenaron una tras otra, como los carros de un tren, y se dejaron guiar por los llamados anestesiólogos, uniéndose al viaje eterno de una somnolienta vida nómada e indolora.

 
 
 

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